DAMNIFICADO 

(2001)

 

Hace dos días fue mi cumpleaños. Mi hijo mayor me regaló dos goles en su partido de fútbol del colegio ese sábado por la mañana. Tiene ocho años y estoy pensando en hacer carrera de él, eso sí, mientras no me acabe siempre con una brecha en la frente, una rodilla raspada o una expulsión por pelearse con el defensa que le ha puesto la zancadilla y que mide una cuarta más que él.

Mi hija pequeña, a punto de cumplir los tres, me hizo un fantástico dibujo abstracto donde una serie de trazos y colores diversos representaban, según sus propias y todavía balbuceantes palabras “al papá más guapo del mundo”, cosa que obviamente me hizo ser también el papá con la baba caída más grande del mundo, y que derramé hasta el suelo cuando se me subió a las rodillas y me estampó un sonoro beso en la mejilla, rodeándome el cuello con sus bracitos.

Y Clara, mi mujer, apareció con su regalo a la hora del café: un pequeño paquete rectangular que desenvolví con la sospechosa sensación de que no era mi cumpleaños sino el suyo… adelantado más de cuatro meses. La confirmación a dicha sospecha me vino cuando, poniéndome cara de gatita en celo al tiempo que me servía un enorme trozo de tarta de chocolate −sabe que es mi punto más débil− y me preparaba un gin tonic como más me gusta, me dijo en jadeo más que un susurro:

−Esta noche tendrás tu regalo más especial…

La excitante perspectiva me hizo esbozar una sonrisa deseosa pero no me quitó el regusto agridulce de sentirme otra vez como vengo haciéndolo de un tiempo −que ya se me va antojando bastante largo−a esta parte, es decir, como vehículo, motivo, excusa, instrumento y hasta ya me estoy empezando a plantear lo de objeto (o como se quiera llamar), de y para su último delirio y, créanme, en estos mismos momentos, ya casi preocupante y desde luego muy fastidioso para el normalmente henchido y ocasionalmente fingido ego masculino.

Una vez que hube desenvuelto el regalo y tuve en una mano la edición especial en formato DVD de L.A. Confidential, película que, admito sin demora y de forma sincera totalmente, me gusta bastante; y en la otra −en edición para coleccionistas con dos discos e incontables extras− la de Gladiator, que también debo admitir casi con rabia porque es de verdad, que me parece fabulosa, pues opté por la ironía. Y lo hice así para no romper la magia del momento, o sea, delicioso chocolate negro derritiéndose en mi boca bañado con el punto justo del amargor de un insuperable gin tonic y la guinda de una caliente promesa de pasión nocturna hecha por la preciosa gatita, madre de las sonrisas de mis hijos.

−Cielo, yo pensaba que hoy era mi cumpleaños. ¿A qué se debe este adelanto del tuyo?

−No sé por qué dices eso −me contestó ella echando un trago a mi gin tonic−. Me dijiste que te gustaría tenerlas…

−Y a ti, cariño, y a ti… −Me quedó muy bien la media sonrisa.

Ella me la devolvió, consciente de haber sido cazada en toda regla pero ya sin preocuparse por disimular.

−Bueno, pero te gustan, ¿no? Me pareció que serían un buen regalo. Estoy harta de comprarte libros, camisas y colonias caras.

−Vale, me gustan… −contesté dejando las películas sobre la mesa.

         Mi hija se acercó curiosa, me tiró del brazo para que la cogiera y se quedó mirando. Luego señaló la portada de Gladiator y me miró.

−Es guapo…

         A Clara se le atragantó el trozo de tarta al intentar contener la risa. Yo sí me reí porque lo contrario hubiera sido echarse a llorar sin consuelo posible.

         Es sólo una frase, una simple frase que me ha costado reconocer y que casi me duele escribir: mi mujer está enamorada.

         Y sería muy romántico de veras, fantástico, maravilloso, fascinante, genial, fabuloso y absolutamente perfecto si siguiera siendo sólo de mí. Así que públicamente me he decidido a admitirlo y a aceptarlo tal y como es, y trato de llevar estos infames y grandiosos cuernos virtuales que ella me está poniendo casi a diario y con total impunidad. Lo auténticamente grave sería que resultaran ser físicos también pero −y eso es algo (o lo único) que me mantiene tranquilo− tengo la plena seguridad de que no serán nunca así y por otro lado me destroza la criminal idea de que ella daría lo que fuera −y aquí es literalmente cualquier cosa− por que alguna vez llegaran a ser auténticos. Es así de duro pero verdadero y mi desazón más descorazonadora es ser totalmente consciente de ello.

         Al principio pensé que se trataba de otra sus innumerables fiebres cinematográficas −ambos somos cinéfilos y de hecho la conocí en la cola de un cine−, su lista de actores favoritos es interminable; además fue una niña precoz a la hora de sentirse atraída por los estereotipos masculinos de la pequeña pantalla, aparte de desarrollar posteriormente una predilección por los hombres de aspecto oscuro y fuerte apariencia y personalidad. En mi favor he de decir que cumplo con buena parte de esos requisitos necesarios para haberla atraído, enamorado y haberme casado con ella hace ya casi diez años y además también añado mi propia convicción, sin pecar de exultante narcisismo ni chulería española, de que soy atractivo, o sea, que estoy bueno.

Tengo bonitos ojos castaños, conservo de maravilla un buen pelo oscuro (toco madera al instante y elevo mis plegarias por que siga siendo así), de vez en cuando me destrozo los abdominales en el gimnasido para no terminar de desengañarme admitiendo de una vez que sufro −como cualquier varón español y saludable con treinta y tantos− de una incipiente y generalizada curva de la felicidad; y bueno, entro dentro de la media nacional de los 13.5−14 centímetros de motor central pelviano, y si Clara tiene el día inspirado incluso podría atreverme a farolear hasta los 20.

         Total, que no estoy mal. Otra cosa es que uno sea como el resto de españolitos a quienes siempre nos ha gustado jugar al parchís: nos hemos comido una y nos contamos veinte pero, aparte de eso, no me he quejado nunca.

         Por eso, este repentino, fulminante y, quiero pensar que pasajero, desinterés de mi mujer por mí me tiene bastante jodido por cuanto que el motivo en cuestión no es más que otro de los cientos de actores que le han gustado desde que tiene uso de razón, algo que en este caso ha parecido perder o, al menos, tener asombrosamente alterada.

         Para muestra el anterior botón de la escena de mi cumpleaños. Y sí, la caliente promesa se cumplió, ¡y de qué manera!, aquella noche pero, y créanme que fue muy duro y triste pensarlo, durante un momento del largo par de horas de intensa pasión y mejor sexo que tuvimos, no pude evitar sentir que me estaba mirando a los ojos y veía a… ¡joder, sí, lo tengo que decir y me tengo que dejar de eufemismos literarios!... ¡ese mamón de Russell Crowe!

         Ya estoy más tranquilo… Evidentemente este tío lo debe tener muy clarito en cuanto a la gilipollez general que ha generado por lo menos en mi entorno femenino más cercano. Ahora me doy cuenta de lo amplio que es porque desde mi suegra, pasando por mi hermana y la de Clara, que es un caso perdido, siguiendo con varias compañeras de trabajo hasta un amigo gay −en esta opción son incontables− y acabando con mi niña que ¡no llega a los tres años y ya lo mira con buenos ojos! Pero en general, y desde luego asumiendo que no reprimo una cierta envidia insana, no sé hasta qué punto me pondría en la piel de este pollo.

         Lo que realmente me molesta es que Clara pueda sentir algo parecido a lo que siente por mí y no me refiero a que pueda atraerle físicamente −a mí sinceramente me parece un chulo de playa pero admito que es un tío atractivo con pinta de camionero macarra−, eso es aceptable porque le gustan así −y que conste que yo de camionero macarra no tengo nada de nada y mucho menos con la cara de mala leche que tiene el susodicho.

         Quiero irme al lado emocional y ahí es donde me parece que ando librando una batalla por mucho que me empeñe en creer que la tenía ganada desde el principio y que ella me insista, se mosquee y termine por enfadarse diciéndome cosas como con quién te metes en la cama todas las noches, a quién te follas cuando quieres y con quién estás compartiendo una tranquila vida y dos hermosos hijos a los que habéis engendrado y adoráis. Pero es que viéndola en el estado en que me la he encontrado algunas veces es para cabrearse de verdad y no digamos ya cuando en su delirio le acompañan una panda de amigas tan desequilibradas o más que ella por el jodido gladiador que, para colmo, es un buen actor el cabrón y ha ganando el oscar este año por hacernos disfrutar como niños con una superproducción de romanos y calentar, muy en serio, entre los muslos a las tres cuartas partes de la población mundial de todo género y color.

         No me pregunten sobre ese hecho porque no quiero acordarme de la que me tocó pasar esa semana. Los días anteriores quiso tenerme contento o prepararme para el abandono provisional −el mío y de mis hijos− de la semana siguiente al que iría directo como el tío se llevara el oscar y así, no pueden imaginarse qué derroche de atenciones, qué platos en las comidas (hasta un par de cenas fuera y con los niños aparcados con los abuelos), qué excesos de cariños diarios y noches de auténtica lujuria y sexo más que de amor. Yo, por supuesto, gocé al máximo y me aproveché de la situación −¿ven?, eso sí es de agradecer al pollo este−, pero también a sabiendas de que me iba a dejar tirado como una colilla como pasara lo que al final pasó. No me equivoqué.

         La serie de posteriores y, tengo entendido, desatadas celebraciones, tanto por Internet −sí, está metida en foros y webs de viciosas por este tío−, como por télefono con las locas que no son de aquí y de reuniones con las que sí son de aquí, se la puede imaginar. Para más inri, empalmaron con las que hicieron por el cumpleaños del camionero que fue casi a la vez y así he preferido tratar de olvidar más de un mes de euforia colectiva y estrógenos disparados a riesgo de convertir esto en una tragedia que no merece la pena ni plantearse.

         De modo que en ésas estoy y como tengo una voluntad fuerte, llevo tiempo contraatacando. Primero, siguiéndole el juego: no sé cuántas veces he visto Rápida y mortal tratando de babear con la Stone igual que ella lo hace con el macarra este que ahí va de predicador ex pistolero al que dan caña a conciencia. Cuando llega la consabida escena caliente desisto derrotado porque, aunque me pongo bastante con esa Stone descamisada, ni de lejos me aproximo a únicamente la brillantez de los ojos catatónicos que le veo a Clara.

         Con L.A.Confidential −de la que podría repetir diálogos enteros y si me esfuerzo, hasta con el mismo tono oscuro que derrocha toda la película, por otra parte magnífica−, ni me atrevo a moverme y eso que la Basinger es mi debilidad desde que terminó de proporcionarme las mejores poluciones nocturnas de mis aún jóvenes carnes cuando la vimos hacer ese striptease antológico en Nueve semanas y media que tiene marcado a fuego todo bicho varón. Bueno, pues Clara, con cara de pensar que soy idiota perdido si no es así, siempre me dice lo mismo:

−Por Dios, Marcos, no me digas que nunca te lo has montado con ella cuando estás conmigo…

         Pues nada, mis fantasías con esa Verónica Lake deben quedarse en simples revolcones adolescentes comparados con los auténticos maratones de sexo −y además del duro teniendo en cuenta la bestia parda que es el personaje en cuestión− que ella tiene con Bud White. Y doy fe de esto porque lo pude comprobar en mis propias carnes cuando en un momento de pérdida de lucidez (o de desesperación por mi parte ante lo desatada que estaba por ese personaje), aparecí una tarde con el pelo cortado al cepillo y una pequeña herida en la frente. Eso sí, juro que no fue a propósito. ¡Lo que me faltaba! Romperme la cabeza en el gimnasio para tratar de parecerme al personaje de una película. Ni hablar, hombre. Uno puede hacer muchas tonterías pero no ser tan gilipollas. Se volvió loca, como lo leen, y hasta que no me creció el pelo y mientras se me hizo la pequeña cicatriz que ahora luce por encima de mi ceja izquierda (a ese mamón sólo le pusieron maquillaje y yo me pude abrir la cabeza), fui su Bud White particular con todo lo que supuso eso para mi disfrute personal.

         En fin, algo debía hacerme sentir bien, ¿no? En realidad, mi cabreo es más bien fastidio porque no entiendo muy bien qué es lo que realmente le pasa a mi mujer. Es decir, no tiene excesivos ni graves problemas, yo soy un buen tío y sigo enamorado de ella. No me pidan que explique ahora qué clase de amor es que el que siento en este momento de nuestra vida compartida porque no puedo compararlo al que teníamos cuando éramos más jóvenes, llevábamos menos tiempo casados o no teníamos hijos. Sólo puedo decir que sigue siendo amor con las muchas formas que tiene.

         También sé que ella me quiere igual aunque su manera de sentirlo es distinta a la mía. Es más, ahora está más receptiva, anda por ahí haciendo amistades y en general está de buen humor. Se ríe, se divierte, me hace rabiar mandándome correos guarros que acompaña con fotos del macarra vestido de romano y que luego me escenifica en privado con la evidente satisfacción de que soy yo el que recibe las grandiosas respuestas a los excitantes estímulos que ese pollo le produce sin tener ni idea (o sí…).

         Así que, bueno, eso me regocija más y me quita el inútil malestar de cuernos. Decididamente, igual que los acepto los llevo a la salud de ese tío y no me pongo en su piel ni por todo el oro −o el sexo− del mundo pero… joder… que deje ya de dar la vara con tanto calentar a nuestras mujeres, que para eso estamos nosotros. Búscate una propia, capullo.