CROWE CUELGA VIOLENTAMENTE EL TELÉFONO con un rugido indignado: “¡Qué puta mierda!”. Se pone derecho y respira un segundo; no está claro qué va a pasar ahora. Terry ha seguido dando sorbos a su té durante esa explosión de rabia. La combinación de su carácter tranquilo y amable y una larga experiencia con su volátil pero muy querido hermano, ha hecho imperturbable al granjero australiano. Gritos repentinos, cosas rotas, fuertes tacos, incluso las miradas más incendiarias: Terry ha almacenado todas esas cosas durante estos años y ha hecho de ellas una especie de armadura estoica que ahora le permite responder al grito de su hermano sin ni siquiera levantar la vista del periódico. “¿Malas noticias, tío?”.

 

Russell se da la vuelta, piensa durante un minuto, y luego se sienta a horcajadas delante de su hermano. Le mete la cara sin afeitar delante de él y dirige un dedo hacia su perfecta (y, en ese momento, descubierta) dentadura. “¿Ves esto?”, gruñe a través de su mandíbula apretada. Terry lo mira. “Sí”.

 

“¿Y te acuerdas de dónde coño lo perdí?” señalando un diente delantero.

Terry sabe que Russell sabe que Terry se acuerda. “Claro. Estaba en el partido cuando te saltó, tío. Sonreíste todo el día, enseñándolo”.

“Fútbol”, recuerda Russell.

“Fútbol”.

 

Russell tenía 10 años cuando sus esfuerzos deportivos le proporcionaron un agujero en su perfecta sonrisa. Los dos hombres se ríen acordándose de una traviesa infancia. La seriedad de Russell se ha esfumado tan rápidamente como apareció. Ahora pregunta, siguiendo con su tema, pero con menos rabia y urgencia, “¿Y cuántos empleos he tenido desde entonces?”.

 

“Por Dios, no lo sé. Estuviste con ese rollo de los coches durante un tiempo, luego fue lo del bingo“. Terry se ríe para sí con cuidado de que su hermano no se dé mucha cuenta. “Algo de regateo con caballos, unos cuantos meses...”

“Empleos de actuar”, ladra Russell, irritado por ese listado parcial de trabajos de poca monta.

“Has hecho algunas obras y eso”.

“¿Cuántas películas?”. Russell se gira sobre sus talones.

“¡Oh!, ninguna, tío, lo sabes”.

 

Russell camina muy despacio al otro lado de la habitación y se sienta. “¿Sabes quién era el del teléfono?”.

Terry finge ignorancia: “¿Qué – justo ahora cuando estabas chillando y gritando?”.

“Sí, justo ahora.” Dice Russell con ácida condescendencia, haciendo ver que no le hace gracia el juego evasivo de su hermano.

Terry suspira, decidiendo que debe someterse a ese período inevitable entre una pregunta y su respuesta. “Vale, tío. ¿Quién?”.

“El puto tío del cine, dándome un puto trabajo”, la voz de Russell se convierte en un grito.

Terry está confundido. Eso suena a buena noticia pero el humor de Russell es... ciertamente imposible de calibrar. Se piensa una contestación y sale con un: “Bueno, entonces, enhorabuena, tío”.

 

Una larga pausa. Russell mira fijamente a Terry, que intenta un equilibrio engañoso: le devuelve la mirada para mostrarle que le presta atención pero intenta hacer que sus ojos están apagados para que esa fiera en la silla no piense que lo está desafiando. Russell tiene una expresión de piedra. Sólo Terry parece pestañear.

 

“¡Ja ja ja ja!” la repentina carcajada de Russell es tan fuerte que Terry la siente retumbarle en el pecho. “Juramento de sangre” se llama. ¡Hago la primera audición en cuanto me ponga el jodido diente!”, ruge otra vez en otra carcajada. “¡Dios!, quizás me debería cambiar también las jodidas pestañas!”.

 

Por fin Terry se siente seguro riéndose también. Después de un minuto o así, donde desaparece la tensión, Russell se limpia una lágrima del ojo. Va hacia Terry, le da una palmada en el hombro y coge su abrigo. “Venga, tío”, le dice, asomándose por la puerta, “¡vamos a emborracharnos!”.

 

DANIELLE SPENCER lleva esperando un rato viendo marcharse al cartero. Es una cuestión de dignidad. Sí, ahí va, a otro edificio, ocupado con otras casas, otras cartas, facturas y entregas. Pero una vez que parece lo bastante lejos, ella corre hacia el buzón. Se para antes de abrir la pequeña puerta metálica del buzón, aunque se recuerda a sí misma que puede que no hay nada en absoluto en su interior. Y eso estaría bien. Sólo porque el buzón haya tenido encantadores regalos de Russell Crowe, el Rey de los Hombres, todas las mañanas desde las cuatro pasadas no significa que habrá otro hoy. Y si eso ocurre, desde luego no hay necesidad de sacar ninguna conclusión o sentirse triste o quejarse a una hermana por el teléfono o hacer cualquier otra cosa. O eso es lo que intenta decirse a sí misma mientras está frente al buzón, imaginando de nuevo otro pequeño paquete con otra breve y cariñosa nota del hombre con el que ha estado saliendo durante ¿ya han sido dos meses?.

Danielle y Russell se conocieron en el rodaje de The Crossing; habían estado nerviosos porque era una gran oportunidad para ambos. Profesionalmente hablando. Estaban demasiado ocupados intentando que sus escenas funcionaran como para ponerse a pensar en el otro mientras rodaban. Bien, de acuerdo, quizás hubo tiempo para un pensamiento o dos pero nada más que eso. Años más tarde, la gente se preguntará se imaginó la relación de cinco años que tendrían mientras interpretaba la escena de sexo que hacían juntos. Quizás, supone irónicamente, si no hubiera estado preocupada por su diálogo, las cuarenta personas que miraban su desnudez y concentración y –oh, sí- la posibilidad de que su carrera entera se fuera al traste por un error de cualquier tipo. Aparte de otras cosas más que esas distracciones menores, los posibles rumores de romance entre ella y el protagonista eran las únicas cosas en su mente.

 

Como luego ocurrió, ella y Crowe sentían una mutua atracción al final del rodaje, y su relación empezó muy pronto después. Ha estado agradablemente sorprendida por el comportamiento de Crowe durante las pasadas semanas. No ha habido nada de la exigente y airada persona que vio en el plató. Por supuesto, la seriedad de Crowe sobre el film y su disposición para discutir y hacer ruido sobre él, nunca la han echado para atrás. Pero se ha quedado asombrada de cómo esos lados son totalmente inexistentes durante el tiempo que han pasado juntos. Esos envíos por correo son sólo una muestra de la auténtica dulzura que ha llegado a asociar con Crowe.

 

Él ha estado en Melbourne durante las últimas dos semanas, trabajando en un nuevo proyecto. Ha sido difícil estar separados al principio de la relación, pero el trabajo es –tiene que ser- una prioridad para ambos. Mucho más, ha sido un experimento muy útil para que Spencer ha descubierto que Russell es un amante de primera aunque sea en la distancia.

 

Por ejemplo, esos pequeños envíos. Hace unas semanas, habían estado juntos en unos almacenes y habían encontrado una casa de muñecas completamente amueblada. Ella había admitido que era una fanática de esos mundos de miniaturas, y lo había sido desde que era una niña. Se habían ido, y Danielle no había vuelto a pensar en ello más hasta este lunes pasado, cuando desde Melbourne había recibido en su buzón un pequeño piano. Había gritado de alegría y se había dicho que no había nada más dulce que aquello. Y no lo había hasta el día siguiente en que llegó el pequeño taburete del piano, y luego un pequeño candelabro, y al día siguiente, una silla perfectamente cincelada en piedra. En tamaño reducido, por supuesto.

 

Y así encontramos a Danielle Spencer enfrente del buzón (habiendo esperado ansiosamente a la venida e ida del cartero) preguntándose lo que, si es que hay algo, Russell Crowe le ha enviado hoy. El grado de excitación que le produce este paquete está más allá de cualquier cosa. Se obliga a sí misma a comportarse como un ser humano normal durante un momento, por el amor de Dios. Y lo hace lo mejor que puede. Se va corriendo hacia dentro y se sienta en la mesa de la cocina. Rompe el envoltorio con una fuerza que le era desconocida incluso con los regalos de sus navidades infantiles, y pronto descubre una cápsula azul de plástico. ¿Ha encontrado un balón de rugby en miniatura y se lo ha enviado? No sería extraño. Da con un pequeño trozo de papel que cae del paquete y que viene con la cápsula, y donde se lee: Sumergir en agua. Muchas horas.- Russell sonriendo.

 

Ella abre la cápsula y encuentra un irreconocible objeto esponjoso. Dándose cuenta de que se le va a hacer tarde para una cita que tiene, se da prisa en llenar el fregadero y sumerge el objeto antes de salir corriendo por la puerta.

Esa tarde. Danielle llega a casa distraída. Cuelga la chaqueta en un perchero al lado de la puerta y va hacia el frigorífico. De camino, un objeto de brillantes colores en el fregadero le llama la atención. Recuerda el envío de la mañana y da dos rápidos pasos para ver en lo que se convertido la pequeña esponja. Ahora es un triceratops de aproximadamente 30 cm de largo. Se empieza a reír y no para hasta que casi experimenta lo que su madre llamaría “un accidente”.

 

RUSSELL CROWE SE ATA LOS CORDONES de su bota Dr. Martens que le llega algo más debajo de la rodilla. Pantalones del ejército arremangados alrededor de la parte superior de las altas botas que su amigo Billy Dean Cochran ha visto y ha llamado “pateadoras de mierda”. Por encima de los pantalones cuelga una camiseta que lleva un enorme símbolo arcaico en la parte delantera; sólo algunos de los que vean hoy a Russell sabrán que ese símbolo fue adoptado por el Partido Nacional Socialista alemán y desde entonces ha vuelto a ser usado por los neonazis de todo el mundo occidental. Parcialmente tapando el símbolo de la camiseta, hay una gastada chaqueta vaquera, que lleva su propio y reconocible signo: una esvástica. La cabeza de Crowe está afeitada al igual que su cara que en ese momento contiene una expresión que complemente perfectamente el amenazador uniforme que lo rodea.

 

Se levanta de la silla en su habitación y se mira al espejo: su apariencia es sobrecogedora, piensa. Y perfecta. Respira profundamente, intentando llenar la ropa. Desde luego, no tiene ningún problema en llenarlas físicamente; pero ocupar estas botas y esta camiseta, y esta chaqueta y este corte de pelo –vivir realmente dentro de ellas- es otro tema. Se queda mirando su propia cara en el espejo durante cinco, diez minutos, respirando, frunciendo el ceño, endureciendo el gesto. De repente, se da la vuelta y camina fuera de la habitación –incluso estando en su propio apartamento, empieza a dar enormes y arrogantes pasos que son demasiado grandes para estar dentro de un sitio.

Minutos más tarde, está en público. En las calles de Sydney se encuentra con todos los ojos que puede. Sabe que la gente quiere observarlo pero intentan mirar hacia otro lado; él intenta hacer que lo miren. Lo intenta para que poder devolverles una mirada feroz, reprendiéndolos con los ojos por su osadía. Ocupa tanto espacio físico y psicológico como puede. Intenta forzar a la gente a rodearlo yendo por la acera, a retirarse para evitar su amenazadora figura que nunca aminora el paso, nunca tiene consideración con ellos y nunca deja paso.

La gente se calla cuando lo ven. Algunos mueven la cabeza con ojos esquivos, otros miran a sus amigos levantando las cejas como diciendo, “¿Ves a ese chico?”. Ve a un hombre con su hijo pequeño; el niño aprieta la cara contra la cadera de su padre cuando pasa a su lado. Sabe que el hombre y el pequeño pronto tendrán una calmada conversación en la que el niño aprenderá cosas que nunca ha sabido antes.

Pasa al lado de un grupo de adolescentes sentados en un portal que lo miran casi –no con bastante pero casi- con tanta intimidación como él. Cuando ya ha pasado, uno de ellos dice, lo bastante fuerte como para que lo oiga, “Capullo nazi”. Crowe se para instantáneamente como si se hubiera quedado clavado en el suelo. Permanece así unos 10 segundos, dejando que ellos se den cuentan: ha oído el insulto, y no se mueve. Se da la vuelta despacio y se acerca al grupo dando dos largos y lentos pasos. Se inclina hacia ellos para examinarlos; el hecho de que estén sentados mientras que él está de pie acentúa el diferente poder entre ellos. Les obliga a bajar la mirada como si fueran los habitantes de Whoville y él una horrible reencarnación del Grinch. Mira al que piensa que lo ha insultado y abre más los ojos, como si su hostilidad hubiera saturado tanto su cuerpo que se le estuviese desbordando por los ojos. En un primer momento, en parte por principios y en parte para evitar el ridículo de sus amigos, el chico le devuelve la mirada airada. Pero no pasa mucho tiempo antes de que retire los ojos con aversión, reconociendo que ésta es una de esas raras situaciones que son tan aterradoras que incluso una panda de chicos adolescentes, generalmente despiadados, te dejarán colgado si fracasas.

 

Más tarde, en una entrevista con Amruta Slee, Crowe descubrirá esta experiencia: “Es una angustia real, puedo ver cómo te podría atraer si no tuvieses nada más que hacer en la vida”.

 

Hoy Russell está delimitando la línea de la violencia, así que cuando ha derrotado al chico usando sólo la fuerza de sus ojos, se mueve de nuevo, echando una larga mirada sobre el grupo entero antes de irse. El único momento en el que duda es éste: está caminando cerca de Circular Quay y se cruza con la mirada de una mujer mayor en un banco de la acera. Desvía la vista, no queriendo asustarla con su expresión, pero no puede evitar mirar otra vez, intentando suavizar su mirada dándole a entender sólo a ella que únicamente se trata de un personaje, una investigación, un juego. Sabe que con esa mirada es imposible convencer a un extraño a lo lejos de que ese uniforme es sólo un disfraz y que él no cree en lo que representa. Pero de todas formas mira otra vez. La mujer mayor solamente lo observa con el profundo lamento de aquellos que están impresionados, estando cerca de la muerte, por la asombrosa capacidad que tienen las cosas para no mejorar. Russell piensa en su abuelo, que fotografió la Segunda Guerra Mundial, que ni siquiera llevaría sus medallas porque creía que sólo provenían de la destrucción.

 

Baja la mirada. Ha hecho su investigación. Necesita irse a casa.

 

NO ES FRECUENTE QUE RUSSELL CROWE SE REFIERA a un momento, en su propia mente, como “delicioso”. Pero no hay otro modo de descubrir el humor y la ironía y el placer general que se dan ahora mismo en este cine del centro de Sydney. Crowe está sentado en la última fila, observando entrar a la gente. Algunos son espectadores habituales: parejas de mediana edad que inconscientemente llevan puesta una ropa que tras años de matrimonio ha terminado por hacerles parecer iguales; gente mayor que nunca compra refrescos, unas cuantas parejas gays, hambrientos de representaciones sobre ellos en la gran pantalla, que obviamente han oído alguna cosa sobre la película. Sin embargo, muchos son adolescentes cargados de hormonas, con las cabezas rapadas y una agenda política altamente dudosa (si es que uno puede llamar agenda política expresiones como “puta mierda”). Entran en la sala haciendo ruido, gritándose unos a otros desde lejos, sin importarles, o al menos deliberadamente irrespetuosos ante otros patrones de comportamiento. Mientras chillan, dicen tacos, se molestan unos a otros, ocupan dos o tres asientos cada uno, directamente van a ver si los desafían los acomodadores y los demás, pero nadie lo hace.

Aunque bajo otras circunstancias Crowe probablemente frunciría el ceño y se referiría a los evidentes niñatos como “pequeños gilipollas”, por ahora parece contento. Cuanto más dispersan su escoria social en la sala, proclamando su dominio, más parece divertirse él. Ha estado imaginando este momento desde que decidió aceptar el papel de un modesto fontanero gay al lado de Jack Thompson en Nosotros Dos. No puede esperar a ver a esos chicos, que obviamente han decidido seguir la carrera de Crowe después de ver Romper Stomper, cuando se den cuenta de para qué han comprado la entrada.

 

Tras Romper Stomper, Russell empezó a generar una extraña base de fans de la que quiso apartarse lo más rápidamente posible. Podía entender que chicos como éstos –como los que están ahora desparramando palomitas sobre los desafortunados espectadores que se sientan al lado- pueden haberlo considerado como una glorificación de las pandillas de neonazis que mostraba la película. El propio Russell había llamado a Geoffrey Wright antes de acordar hacer el film y le había preguntado directamente, “Oye, tío, ¿tú eres nazi?”. Wright no lo era y desde luego tampoco lo es Crowe.

 

Así que aceptó el papel porque le había fascinado el guión – su rabia, su brutalidad, su desesperación. Quería una oportunidad de explorar la interacción de Hando y su pandilla: cómo un hombre que sólo está definido por el liderato de un grupo, cambia (en el caso de Hando, viene a menos) cuando se queda sin sus seguidores. Y su esfuerzo fue, según los patrones de su profesión, cien por cien exitoso. Ganó el premio AFI australiano en 1992 a la mejor interpretación masculina. Pero lo que funcionó en términos dramáticos fue problemático en términos políticos. Rápidamente se convirtió en un icono entre los elementos racistas y derechistas australianos. Tanto porque asumieron que la respuesta afirmativa del actor al interpretar a Hando señalaban su aprobación al comportamiento y la ideología del personaje, o porque no pudieron distinguir la frontera entre la fantasía del film y el áspero mundo que mostraba. Crowe estaba molesto por esa nueva popularidad de culto. No sólo personalmente sino también porque temió que pudiese dañar su carrera. Así que cuando le ofrecieron el papel en Nosotros Dos, lo cogió. No hay nada más que pueda purgar tu reputación de cualquiera y de todas las simpatías nazis, pensó Crowe, que interpretar a un sanote fontanero gay que todavía vive con su padre.

 

Así que ha esperado mucho tiempo para sentarse al fondo de esta sala y observar a sus rapados fans, a punto de dejar de serlo, cuando se den cuenta de su error al coronarlo como un icono de su causa. Este tipo de opuesto cambio dramático –un agresivo cabeza rapada se convierte en un tímido gay con un corazón de oro-, será la característica de la carrera de Crowe en los próximos años. Aunque aún no lo sabe, aceptará papeles que van desde un duro policía en L.A. Confidential a un brillante matemático esquizofrénico en Una Mente Maravillosa; Russell Crowe será un hombre difícil de encasillar.

 

Sentado ahí, obtiene alguna satisfacción en este temprano indicador de la variada carrera que vendrá.

Mientras un energúmeno escupe en el pasillo y otro intenta que un amigo murmure la palabra “tío” mientras le tuerce el cuello contra el asiento, Crowe suspira y se apagan las luces...